Es real que del amor al odio hay un paso. Tan real como sucede a la inversa.
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Quiero dejar claro que este texto está dedicado a mis hijos, pero no será un escrito en el que hable de ellos, sino más bien de mi forma de criarlos.
Tenemos un rechazo ante la palabra padrastro o madrastra. Nos imaginamos automáticamente a la bruja del cuento de Blancanieves, a la villana de la Cenicienta y sin duda llegamos a pensar que tener un padrastro es una cosa mala.
Todos nos quedamos atónitos cuando nos enteramos de que el cáncer se había llevado a Paúl Martillo.
En lugar de maldecir frente al espejo cada cicatriz y cada mancha que nos encontramos en la piel, valoremos esas huellas de una vida bien vivida.
Desde niñas aprendimos a poner el «yo» al último, a ser felices con la felicidad de otros. Hoy estoy aprendiendo a amarme sin culpa y a no esperar nada de nadie.
Las mujeres podemos ser inteligentes y sensuales, independientes y sexuales, maternales y lesbianas, románticas y atrevidas.
Lamento que aún en pleno siglo XXI existan seres humanos que vivan su vida pensando en el qué dirán. Eso refleja un enorme miedo a vivir libre.
Cuando tenemos 15 somos pura ilusión, a los 25 todo se trata de los planes y a los 35 ponemos estándares más realistas.
Entre el amor y el odio hay un prefijo de dos letras: ex.
Querer sentirnos más a gusto con nosotras mismas no es ninguna ridiculez. Lo ridículo es avergonzarnos de tener los años que tenemos, como si fuera un pecado, o decir nuestra edad con tristeza, como si lo hubiéramos perdido todo.
Fue un año de muchas pruebas. Hubo momentos en que quise mandarlo todo por la borda, pero también descubrí qué es lo que me mantiene firme y andando.