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¿Alguna vez se han levantado y han ido al baño directo hacia el espejo para decirse “¡qué guapa amaneciste hoy!” o “¡estás más linda que nunca!”?
Me atrevo a responder por ustedes: nunca o casi nunca. Para ser honestas, la cara de recién levantada no es de la que nos sentimos orgullosas; y por una cuestión ovárica somos demasiado autocríticas. Lo primero que nos miramos son las manchas en la piel que nos parecen inmensas, las arrugas que se asoman donde no las esperábamos, las estrías, las cicatrices…
La semana pasada, durante mi ritual nocturno (quitarse el maquillaje, ponerse el tónico, luego la crema antiedad y otra más para los ojos), empecé a reírme como una niña malcriada. Manosearme tanto el rostro me trasladó a un momento de mi infancia, cuando le pregunté a mi mamá por qué se ponía tantas tonterías en la cara. Y entonces transformé esa experiencia diaria de autoflagelamiento silencioso en algo positivo: me felicito por cada cicatriz.
Porque cuando pasamos los 30, todas tenemos una o más de una marca en la piel que es la evidencia de lo vivido. Yo llevo conmigo cuatro cicatrices bien marcadas, unas seis manchas en la cara -varias más en el cuerpo- y una decena de líneas que me cruzan la cara de este a oeste y de norte a sur, que se han quedado quietas gracias a ciertos trucos.
¡Pero cómo han valido la pena! Si me propusieran borrarme las arrugas a cambio de llevarse mis memorias del colegio, cuando reía sin parar con mis amigas o me quedaba dormida con maquillaje tras una farra inolvidable, me quedo con las arrugas.
Estas manchas de sol me recuerdan tantos momentos en familia, en las playas de Chile, Perú y Ecuador… Si me propusieran llevarse estas líneas de expresión a cambio del recuerdo de las novecientas caras que les hice a mis hijos cuando eran bebés para hacerlos sonreír, prefiero conservar ambos. Si me dijeran que puedo eliminar la cicatriz de la cesárea, retrocediendo el tiempo para nunca haber sido madre, me quedo mil veces con esa línea chueca e imperfecta que se marca cuando me pongo un bikini.
Es normal querer cuidarse, ponernos todo lo que nos dé la gana en la piel… pero esos rituales de belleza no deben incluir ninguna tristeza, ningún reproche. Las invito a que la próxima vez que se pongan tristes por una cicatriz, vean más allá. Tal vez les pase como a mí y recuerden el momento preciso en el que apareció y les sirva para verse a ustedes mismas de un modo diferente: están ahí porque reíste, porque aprendiste, porque lo viviste.
Los momentos dolorosos o felices que nos marcaron la piel nos recuerdan quiénes somos: mujeres valientes que viven de verdad y no muñecas de plástico. Después de todo, ¿de qué nos serviría irnos de este mundo con el estuche intacto?