Este martes, cuando nos despertamos, todos aquellos que amamos, valoramos, protegemos y trabajamos por la libertad nos ilusionábamos con el largamente esperado anhelo de volver a la cama por la noche con una Venezuela por fin libre.
Pero una vez más se quedó en tan solo eso, en un sueño. Una esperanza que también vivo y siento muy cerca todos los días ya que en mi casa está Anael. Ella es una de los tres millones de venezolanos que huyó de su país, ya todos sabemos por qué. Cuando llegó a mi hogar ‘la nana’ de toda la vida se había ido para tener un embarazo tranquilo y todos estábamos apenadísimos, especialmente mis hijos. María era un miembro más de mi familia así que, además del pesar por su partida, no dejaba de preguntarme “¿y ahora qué carajos hago?” y, como soy una mujer que pide al universo lo que necesita, recibí como la mejor y más increíble respuesta a Anael, toda una profesional, profesora en su país, pero que acá solo quería trabajar.
Llegó acompañada de su esposo, quien quería ver dónde iba a estar, qué iba a hacer y cómo iba a vivir. Él es también un profesional que busca trabajo desde hace varios meses y que tiene un muy buen currículum como ingeniero de sistemas, pero que en ese momento aceptaba “lo que sea”. Lleva esa desesperación que se filtra en la mirada, esa angustia de no saber qué pasará mañana y ese desasosiego que solo lo pueden entender los que pasan por lo mismo.
Solo atiné a decirles que no se preocupen, que yo también he sido migrante más de una vez y que al menos en mi casa Anael estaría tranquila y feliz, que acá todos somos iguales y nos respetamos como tal. Se quedó y es así como con ella hemos vivido las últimas marchas. Ella prendida a YouTube, hablando con su familia que aún sigue allá, preocupada cuando sus hermanos le dicen que saldrán a marchar, emocionada al enterarse de un levantamiento, y decepcionada al darse cuenta que todo sigue igual.
Y el martes no fue la excepción. Tenía su cara iluminada y fue la primera vez que la vi casi convencida de que lo que todos queremos por fin iba a ocurrir. Pero una vez más no fue así. Ayer miércoles apenas me sonrió, como por complacerme, como para aliviar su alma. Le dije que tenga paciencia, que algún día llegará ese día. Pero ahora vuelve la misma preocupación: su familia, el dinero, el “¿qué pasará mañana?”…
Desde acá, viendo las cosas fríamente, este último intento de liberación me pareció más dedicado a Leopoldo López que a la propia Venezuela, y al final tuvimos un saldo nefasto: la lista de muertos se incrementó todavía más, un lunático en un tanque de guerra decidió lanzarse en contra de la gente, un senil José Mujica apareció hablando pendejadas, y el continente entero continuó inmóvil ante la tiranía. ¿Qué debe pasar? No lo sé, no soy estratega pero sí una ciudadana del mundo y a estas alturas no creo que lo mejor sea pensar en una salida diplomática. Creo que ya es tiempo de tomar otro tipo de decisiones que pongan fin de una sola vez a esta pesadilla.
Han pasado 21 años, ¿cuántos más deben pasar? La indiferencia es la peor de todas las armas…