Siento un dolor profundo. Una especie de vacío en el alma… y no exagero. Es la sensación que he tenido esta semana, desde que terminó el paro en Ecuador y, sin darnos tiempo para entenderlo del todo, se desató la ola de violencia en Chile.
He hablado antes de las cosas que me unen a Ecuador, a Chile y a Perú. Recuerdos, familia, un enorme sentimiento de pertenencia. Por eso me asusta que en dos de mis patrias se esté propagando un discurso cada vez más real: estamos divididos, fracturados…
Se escribe desde el odio, desde la burbuja -en el mejor de los casos-. Hay palabras cargadas de displicencia, de clasismo, de regionalismo, de racismo. Hay desprecio por el universo del otro, por el contexto del otro. Hay ignorancia y hay miedo.
“Que Pinochet vuelva”, escriben algunos, seguramente sin familiares desaparecidos, ni la conciencia suficiente de lo que significa vivir bajo una dictadura militar, con atentados permanentes a los derechos humanos. Sin interés por conocer un porqué de los reclamos.
La protesta social es necesaria y respetable. No solo es un derecho de todos, sino que además es un termómetro del descontento, las injusticias, las necesidades de un pueblo. Puede hacernos mirar a seres humanos como nosotros, familias como las nuestras, con las que compartimos un país, aunque no tengamos el mismo pasado, ni la misma realidad. Muchas veces ignoramos estas realidades. Otras veces, preferimos no mirarlas.
Tengo claro que la violencia no es necesaria para lograr cambios. En Perú ha habido manifestaciones multitudinarias en los últimos meses, crisis de las instituciones, pugna de poderes y hasta disolución del Congreso. Pero, hasta donde sé, no hubo saqueos, incendios, ni toques de queda.
Y no es que en Ecuador o en Chile los políticos “no entienden”, o que todos los cambios vienen con “pérdidas y batallas”, como leí en Twitter. Lo que llegó acá fue una turba de delincuentes entrenados y estratégicamente coordinados. Actos terroristas, incendio de edificios públicos, un gran interés de generar miedo y descontrol. ¿Y cómo respondimos a eso? con más odio, con más indiferencia, con más violencia.
¿Cómo llegamos a ese punto? ¿Es así como somos, después de años de democracia?
Por un lado, el colectivo indígena, con una lucha justa y legítima de años en una posición amenazante y soberbia, con líderes exhibiendo su irrespeto, orgullosos de lo que sucedía en esos días, con amenazas en la punta de la lengua. Y, por otro lado, los que creen que se las saben todas, los políticos intocables, los que no quieren dialogar, los que hacen gala de su intolerancia: los grandes responsables de la división en la que estamos sumergidos. Alrededor de los dos bandos, pérdidas, destrozos y un país dolido.
Durante esos días, vi el dolor y el miedo en mis hijos. Ellie me preguntaba, entre lágrimas: ¿cuándo termina esto? ¿cuándo podré ir al colegio de nuevo? ¿estamos en guerra?
Creo que no fue sencillo para nadie, ni en Chile ni en Ecuador, explicar esta violencia a los niños de la casa. Y no lo es porque primero habría que reconocer que vivimos en guerra desde hace mucho tiempo. Enfrentados entre bandos, entre razas, entre ideologías, entre clases.
Armarse no es la salida. Aceptar la incertidumbre o la indiferencia como mantra, tampoco. Urgen gobiernos empáticos, urgen líderes conscientes de la realidad. Urgen humanos que busquen justicia, que rechacen la corrupción, que trabajen con orden y hablen con esperanza. O todos habremos perdido la guerra.