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El fin de semana pasado fue de integración escolar, una oportunidad para cuestionarme por qué participo poco y tengo pocas amistades en el círculo de las madres de familia. Voy a la escuela de mis hijos para lo necesario: reuniones específicas, dejar y recoger a los chicos y eventos especiales. Para mí no es un espacio de relacionamiento ni conversación porque, a veces, allí nacen las más escalofriantes teorías.
Lo que acabo de decir puede sonar exagerado y pedante, lo sé. Pero aunque soy una persona muy sociable, no siento que puedo hallar más amigas en el grupo de padres de familia de la escuela. Tal vez es la forma en la que fui criada: el círculo de amigas de mi mamá nunca estuvo en mi colegio. ¡Qué pesadilla sería para ella vivir esta era de los grupos de mamitas en WhatsApp!
He pensado en salirme más de una vez en cada año lectivo, debido a que no siempre se usan para información importante. Pero acepté entrar nuevamente, siendo víctima voluntaria de la presión social, para no ser yo la antipática, la sobrada, la desinteresada, la mala madre. Hay excepciones, mujeres con opiniones prácticas y positivas. Trato de rescatar las veces en las que un dato me salvó el día, un material que había que entregar, una tarea confusa… y he sobrevivido al chat de las mamitas.
Sin embargo, no seré parte de un comportamiento perverso que se evidencia en estos grupos. Estamos interviniendo demás, cayendo en la sobreprotección en ciertas cosas, y dejando de ver otras más importantes. La tecnología nos ha hecho sentir que somos nosotras las que estamos en el aula, compitiendo con el mismo ímpetu que usamos en el trabajo, y nos hace hablar menos con nuestros hijos sobre temas que pueden definir su visión del mundo.
Nos excedemos en cadenas de oración, no confiamos en lo que nuestros hijos nos dicen sin contrastarlo con el grupo. Cuestionamos con dureza el hecho de que una profesora sea muy estricta, cuando muchos tuvimos profesores durísimos y aquí estamos. En nuestra época de estudiantes no era un problema del que hablar durante todo el día. Es más preocupante para nosotros, y me incluyo, que las niñas estén hablando de “gordas” y “flacas”, o que los niños hablen de drogas y sexo sin conversarlo con sus padres.
Ese halo de sobreprotección y engreimiento solo nos dará como fruto una generación de hombres y mujeres dependientes y llenos de estereotipos heredados. Dejemos que experimenten, que conozcan gente que piense diferente, que vean la realidad más allá de las tabletas. No les escondamos un mundo en el que no sabemos cuánto tiempo vamos a estar para tomarlos de la mano.
Me entristece la falta de comunicación de los niños de hoy con sus padres. No sabemos hablar con ellos, aunque tengamos celulares. Frente a esa realidad, prefiero mostrarme ante mis hijos como soy, llena de imperfecciones. Que aprendan que no siempre tengo la razón, pero que me importan. La clave es prestarles atención total cuando ellos se están expresando. Preguntar no solo el típico “¿cómo te fue?”, sino mostrar más interés en su opinión y sus sentimientos. Y es verdad que cuesta, que hay días en los que las respuestas no pasan del “sí”, “no”, “nada”; pero me da terror pensar en que cuando crezcan me digan “¿y recién me preguntas?”.
Lo mejor de los niños es su mente libre de prejuicios. Cuánto daño les hacemos juzgando y estereotipando a sus amigos (el de la letra fea, el del carro nuevo, el de la madre divorciada) y a sus profesoras (la que grita, la buena gente) por las percepciones que nacen en un WhatsApp de adultos asfixiantes. Estoy decidida a que ellos sientan que sé cómo se llama su profesora y que me interesa saber cómo es estar en la escuela desde su perspectiva, y no desde la de un montón de mujeres adultas.