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Nunca tuve miedo de hablar en público. Era la clase de estudiante que no pasaba desapercibida porque expresaba mis opiniones con vehemencia. Mi papá sabía bien que si algo no me gustaba se lo iba a decir sin pelos en la lengua y, en mi trabajo, tengo fama de directa… una fama que me he ganado a punta de puteadas, de decisiones drásticas y cuestionamientos sin filtro.
Por eso me sorprendió estar, a mis 30 y tantos, masticando una discusión de pareja en silencio. Bastó una palabra y me vi, sin querer, forzada a contener las palabras dentro, tal vez buscando el mejor tono, el mejor momento para responder, para aceptar que me hirieron. Admito que llega un momento en la vida de una mujer en el que acabamos confundiendo la prudencia con el silencio.
Cuando se trata de nuestras amigas somos las mejores consejeras, pero cuando sentimos que algo no está bien en nuestra relación… simplemente no es una prioridad y pensamos demasiado antes de tratarlo. ¿Para qué hablarlo si no es tan grave? ¿Para qué decírselo si estoy tan ocupada? ¿Para qué hablarlo si puedo seguir viviendo sin enfrentar otra pelea, si ya sé lo que él me va a responder?
Callamos para evitar lo que creemos será un escenario peor. Callamos por miedo y también por conveniencia (si me voy, ¿qué será de mí?). Callamos aunque no estemos de acuerdo y callamos porque así nos han programado: “la mujer inteligente calla”, decía mi abuela, a quien amo y es un ejemplo para mí en tantas otras cosas excepto en esta.
Que uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que dice, por supuesto. ¡Pero quién quiere ser el dueño de toda la frustración de las palabras no dichas, del silencio autoimpuesto, que te quita un poquito de alma cada vez!
He dicho muchas veces que la indiferencia es asesina. Hoy creo que eso se aplica también a la poca importancia que le damos a nuestro instinto. Ignoramos la grosería cotidiana, nos hacemos de la vista gorda con nuestras expectativas más íntimas, esquivamos la pelea y nos convertimos en cómplices de ese silencio que devora, que desenamora, que enferma.
¿Por qué no exigir las cosas que sabemos que nos merecemos con la misma garra que peleamos por nuestros hijos? ¿Por qué esperamos la decepción total para hacerle la autopsia a una relación?
Exigir que nos saquen a comer más seguido, que noten un cambio en el color del esmalte, que se emocionen por algún logro profesional, que hablen de ti con el pecho inflado, que reconozcan lo bella que eres, lo buena madre que eres. Que te hagan sentir bien, y no porque una necesite aprobación, sino porque el amor se alimenta con las palabras.
Me arrepiento de pocas cosas en mi vida y confieso que haberme callado muchas veces durante mi primer matrimonio es una de ellas. Cuántas veces decidí olvidar mis sentimientos, frenarme con preguntas y reproches (estás muy vieja para enojarte por eso, eres demasiado complicada, quién más te aguantará, no estás como para empezar de nuevo), enmascararlos con un “no me pasa nada”… cuando sabemos bien que una mujer no olvida fácil, y que no olvida nunca algo que lastima.
No soy una experta en el amor. De hecho soy del grupo de las “difíciles” divorciadas (algo así como la que se quedó supletorio en esta materia). Me pregunté más de una vez si iba a encontrar una nueva pareja, mis amigos más cercanos se reían -porque eso pasa, te creen loca- y me decían “¡claro!, mírate al espejo!”. Pero, definitivamente, el espejo me mostraba algo diferente a lo que ellos veían. Miraba a mis hijos con el terror de quien toma una decisión que puede cambiar para siempre sus vidas; por nuestros hijos solemos callar, ir en contra de lo que somos, dejar que nos lleve la marea.
Hasta que me di cuenta de que postergar este tipo de peleas es poner el carro en neutro en una cuesta abajo, con nuestra vida y las de nuestros hijos dentro. Entregarle nuestros mejores años al “destino”, es morir cada día sin conocer qué tan lejos podemos llegar. Es faltarnos al respeto.
A esas reflexiones llegas cuando ya eres una mujer adulta y, con algo de suerte como la mía, tu pareja también lo es. Cuando admites con humildad y con dignidad que aunque puedes buscar las mejores palabras, no callarás bajo ninguna circunstancia.
Así que no cometeré los mismos errores. No me conformaré con nada menos que lo que sé que me merezco. No todo el mundo está preparado para la sinceridad, pero confío en que sabré cuándo algo no tiene remedio. El silencio de la paz es necesario, pero el silencio del dolor jamás ha sido una buena compañía, y prefiero estar sola a vivir en él.