Cuando escribí mi Catarsis hace un par de semanas prometí preocuparme más por mí y no postergarme nunca más, y así lo estoy haciendo. Comencé yendo a Lima a acompañar a mi madre, verla, estar con ella y comprobar que su “estoy tranquila” es más que una frase para darme tranquilidad a la distancia. Hoy, ya de vuelta en casa, sigo agradeciendo la presencia de Raúl en mi vida porque, al margen de la pena natural que todos sentimos cuando se va un ser querido, la forma de mirar y afrontar la muerte de Raúl por parte de sus hijos –mis hermanos- y de mamá es una verdadera enseñanza que hoy les comparto.
De todas las conversaciones que tuvimos con la familia en estos días en Perú, la que más hondo caló en mi fue la del velorio de Raúl. Mil ochocientas personas llegaron hasta el Club Árabe Palestino de Lima para decirle hasta pronto a mi papá, y cerca de quinientos arreglos florales estuvieron poniéndole color al sitio que por primera vez fue utilizado como una sala de velaciones. “Raúl lo merecía”, le dijo el presidente del club a Mario, su hijo mayor, mi hermano.
“Todos estábamos tranquilos”, repetía mamá. Raúl les había hecho prometer que no podían llorar en su velorio… ¿saben por qué? ¡Porque él tuvo una vida feliz! Mi padre fue feliz y quería ser recordado siempre así. He tenido muchos aprendizajes en mi vida y este ha sido uno de los más importantes: todos le huimos a la muerte, le tenemos miedo y nos aferramos a la vida, no queremos dejar este mundo… pero él veía la muerte simplemente como un paso más de la vida.
Entiendo que hay pérdidas repentinas que se alejan de lo que estoy escribiendo, pero cuando has tenido una vida como la de Raúl, empiezas a entender que morir es solo un paso más. “Ser feliz y disfrutar a plenitud” era su máxima de vida, y mama me confirmó que hizo todo lo que quiso los últimos meses: habló con quien quiso hablar, fue donde quiso ir, comió lo que quiso comer, hizo todo, dio todo, amó a todos. Por eso la tranquilidad es el denominador común de la familia.
La distancia suele ser engañosa. Yo, muchas veces, evito contarle a mi mamá cómo estoy realmente porque no quiero preocuparla, sin embargo esta vez no hubo nada que esconder. Después del entierro de las cenizas de papá nos reunimos en casa la familia muy muy cercana. Recordábamos los momentos con él y compartimos como la última vez que lo hicimos con él sentado en la mesa, la única diferencia es que no estaba físicamente porque todo lo demás seguía intacto y, como dijo Katia (su maravillosa hija y hermana que la vida me regaló), “tenemos una vara muy alta”. Si algo quería Raúl es que la familia se mantenga unida, fue por lo que luchó toda la vida, lo que le dibujaba las más grandes sonrisas, la razón por la cual el pecho se le inflaba.
Y así lo recordamos. Riendo. Sonriendo. Rememorando los momentos que seguramente él quería que atesoremos. Morir con dignidad, eso es lo que todos deberíamos intentar lograr, irnos así como se fue Raúl: feliz, completo, satisfecho, sin cuentas pendientes, en paz. Si ayer lo admiraba y le agradecía sus enseñanzas hoy lo hago muchísimo más, ya que estos días han sido una confirmación de que jamás dejaré de aprender de él. Estos días volvieron a demostrarme que mi padre es más grande que sus hechos o sus palabras. Estos días me demuestran también que la vida trasciende a la muerte, y que el secreto es vivirla a plenitud para acostarte tranquilo y levantarte feliz, y así lograr hacer feliz a los demás. Una y mil veces más, ¡Gracias Raúl!