Estoy segura de que es el grito de muchísimos ecuatorianos, cada vez que asistimos, atónitos, a un nuevo escándalo de corrupción. Justo cuando pensamos que nada más nos puede sorprender, aparece alguien con la habilidad de demostrarnos que sí. Que siempre hay alguien que puede ser aún más miserable.
La corrupción está enquistada y el descaro está en la piel de nuestra sociedad. Los corruptos no pierden oportunidad para venderse como víctimas de una “persecución” – porque intentar convertirse en víctima parece ser la meta de todo corrupto-. Como no existen argumentos que justifiquen los sobreprecios, ni el enriquecimiento ilícito en plena pandemia, el discurso del que se agarran es “soy perseguido”. La política se ha convertido en sinónimo de “me hago rico en poco tiempo” y, aunque hay actores políticos que le hacen bien al país, hay otros que no merecen otra morada que la cárcel. Son muy pocos los que han tenido la valentía de denunciarlo, muy pocos los que -sin miedo a perder nada- alzan su voz para detener el desangre de recursos de nuestro país.
No llegamos a la mitad del año y ya se han allanado establecimientos públicos, casas de asambleístas, casas de exasesores de asambleístas. Se han descubierto manejos de mafias familiares (que siguen fugadas) en los hospitales. Se están procesando funcionarios que usan como justificación al gluten para explicar los altos precios. Hay delincuentes que entran y salen de la cárcel y hasta se toman selfies. Absolutamente todo parece estar manchado. ¿Hay alguna entidad que compró sin sobreprecio?
No bastaron los diez años de Correa, en donde dejaron al país en la quiebra. Tuvieron que usar cuatro años para que quienes no tuvieron la oportunidad de hacerlo antes, se aprovecharan de nuestro peor momento.
No podemos acostumbrarnos a esto. Los repartos políticos deben terminar, los políticos desgastados deben pagar por sus delitos y callarse. La Fiscalía debe actuar sostenidamente, no quedarse en allanamientos y llegar a una investigación, hasta las últimas consecuencias. Las cadenas presidenciales con promesas incumplidas, ya no sirven, nos bastaría señor presidente que deje de nombrar a corruptos en cargos de dirección pública. Necesitamos ver para creer.
Porque lo peor de la corrupción que ha azotado por años al continente y al país, es que está desgastando el prestigio de la democracia. La gente, harta de tanto escándalo, empieza a perder la fe en las instituciones que deberían servir para que podamos progresar en igualdad de condiciones. Empieza a pedir una “solución” más radical, a costa de sus derechos.
Pero es ahora cuando necesitamos creer más en las instituciones y en la democracia. En el poder de nuestra voz y nuestra memoria. Porque esos que roban, esos que lucran de nuestra desgracia, siempre tendrán miedo de perder nuestro voto. No podemos acostumbrarnos, no podemos cansarnos ni bajar la guardia hasta que paren de robar.